viernes, 15 de julio de 2011

Ambivalente panacea

Samantha Brito*

Entonces me dijo: Vamos a hundirnos en nuestras espaldas para siempre y yo le creí. Nunca regresaríamos. Nuestros cuerpos prometían eternidad, pero nuestros actos tergiversaban la pasión en flaqueza, indiferencia y ociosidad. Aún así, lo seguí, anduve sus caminos de vidrios rotos, con una prenda en los ojos y con una soga al cuello. Gritaba su nombre cada amanecer en señal de mi génesis, de un aquelarre pendiente. A pesar del carácter voluntario de estos hechos, el dolor sucumbía, pero el deseo persistía como una mala hierba, asfixiante, similar a la soga que me lograba sangrar el cuello.
Al despunte del alba buscaba su silueta, especialmente su espalda de la cual bebía, delineada por el sol, mientras permanecía con los pies descalzos en la terraza. Su mirada era, cada vez que buscaba enamorarme, auténtica, alevosa y voraz. Todo el tiempo supe su juego, lo fugaz de su materia, lo profundo de su naturaleza y el silencio de su partida. Aquí nada se le acusa al desconocimiento sino a la necesidad de su templo, aquel lugar entre sus piernas, por mi sacralizado, donde aguardaba mis plegarias más oscuras y el centro del universo donde se fundían el caos y el orden mítico.
Arribamos a la noche. Nos envolvíamos en excesos que nos recordaban de alguna u otra manera a la irreverencia, a la magnificencia del quebranto de lo que tu cuerpo me propone como frontera. Transgresión. Éramos la orgía universal.
Escalaba desde sus pies a sus labios como un oficio de artesanía. Moldeando con mis manos, caricias que involucraran un placer que pudiésemos después compartir con los dioses como una ofrenda. Agradecer aquel instante donde renunciamos a nuestra fugacidad, a lo incierto que nos cubre. El sudor y los olores del pubis, sahumerio, flores muertas, conexión única. No quedaba lugar para los arrebatos ni para gemir.
Nunca dijo adiós, pero su ausencia era clara. Necesitaba de él una vez más. Las horas no podían contenerme, las charlas con otros eran un teatro mudo, no sabía de qué rayos me hablaban, mis ojos sólo perfilaban su nombre en los labios de extraños. No había preludios, la noche era recordarlo y simular vivir un día más. Sin consuelo. Pero nunca lo busqué, no le hablé por teléfono, ni le escribí por correspondencia. No podía cederle más docilidad.
La realidad entonces se me tornó agresiva, insufrible. Requerí la ayuda de María, siempre fugaz, preciosa. Fui a buscarla, a contarle de mis ganas por él. Al contrario de otros consuelos, no me abrazó. Se quedó mirándome con unos ojos de ternura, me tomó de las manos y me dio un beso. Entonces susurró: “una vez probando la miel de las espaldas y del sexo, imposible es no volver”. Me quedé callada con dolor en el pubis y escribí su nombre con desesperación. Te desintegraste en tu propio caos, me dolió el pecho. Entonces te consagré la muerte que te espera en aquel par de piernas abiertas. Por lo pronto, muérete.

*Estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades UAEM. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario