Davo Valdés de la Campa*
Sábado, 22 de diciembre de 2012
En la novela Autos usados (Mondadori, 2012) de Daniel Espartaco Sánchez el personaje principal rememora que cuando era pequeño anhelaba el fin del mundo. El escritor chihuahuense radicado en el Distrito Federal retrata en su novela a la generación de los nacidos en la década de los 70. Yo nací al finalizar los horribles 80. No tengo datos precisos, pero recuerdo haber vivido por lo menos tres o cuatro finales del mundo y también he anhelado una y otra vez que la devastación asole la Tierra. En mi imaginación he visto el mundo una y otra vez desaparecer o al menos a todos los humanos morir de formas indescriptibles. Yo siempre sobrevivo y mis perros también.
Ayer desperté de nuevo esperando que del cielo cayeran estrellas rojas o que quizá los jinetes tocando sus mágicas trompetas me despertaran del sopor, pero -¡oh sorpresa!-, el mundo seguía ahí.
¿Qué hay en el Armagedon que nos atrae tanto? ¿Por qué inventamos Apocalipsis y amenazas que podrían desmoronar nuestra civilización? En el fondo todos anhelamos la destrucción. Nos abruma nuestra existencia monótona, triste y vagabunda. Cuando el fin está cerca buscamos realizarnos como seres humanos, con todas las nociones e ideas que tenemos sobre lo que significa realizarnos como seres humanos: amor, dinero, felicidad. Cuando el fin del mundo se anuncia, tenemos un plazo que cumplir, una fecha específica. No es como la muerte –pensamos-, porque la muerte llega inesperadamente, es como una cita al dentista, algo fijo, inamovible y terrible.
El fin del mundo nos da fuerzas para vivir. Porque vivir todo lo previo al cataclismo nos brinda sentido. El sentido de ser sobrevivientes.
Construir búnkers subterráneos o refugios escondidos, entrenar artes marciales o uso de armas para luchar contra una horda de zombies, visitar los lugares del mundo que siempre quisimos ver, hacer todo lo de nuestra lista de “hacer antes de morir” decía, son actividades que nos extraen de nuestra cotidianidad y que nos llenan de algún modo enfermizo.
Hoy pensé en escribir un cuento sobre el fin del mundo. Sería un final diferente a todos. En mi Apocalipsis todos tienen un destino distinto. A mí por ejemplo se me morían mis perros o se incendiaban mis libros, o sea se destruían mis “mundos” y a un músico tal vez, se le jodía el oído y entonces se “mundo” se colapsaba. Y así con cada una de las personas del mundo. Todos seguiríamos con vida y el mundo estaría fijo, pero nuestras motivaciones (nuestros mundos) desaparecerían. Sería un fin del mundo masivo, pero en la individualidad cada uno estaría solo y desamparado.
La muerte no debería causarnos tanta angustia porque siempre está ahí y el fin del mundo llegará igual que ella sin avisar y sin profecías previas. El fin del mundo como la muerte está ocurriendo desde el momento en que una chispa originó la vida en nuestro planeta. Propongo ser como esa chispa primitiva: luminosos, efímeros, explosivos y con anhelos de vivir intensamente. El final a veces es lo de menos.
*Estudiante de Letras de la Facultad de Humanidades, UAEM
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