domingo, 17 de febrero de 2013

Divagaciones del migrante del American Dream/II

Óscar Prado*
Sábado, 5 de enero de 2013

Resonaba el viento sobre el frío horizonte. Cantaban las ágiles garzas con sus blancas alas. Parecía que la noche y sus caminos se nos revelaban por fin en medio de la muchedumbre que apretujaba nuestros entrañables secretos. Esos, por los que habíamos cruzado la traicionera sierra y sus muchos barrancos; desde el frío desierto y sus auroras boreales hasta aquí, hasta el amanecer. El sufrido amanecer de los “verdes” multiplicándose en los sueños. Los que nos empujan pa’ buscarnos un porvenir. Sueños que se asoman dentro, en los recuerdos: – Luciano, recuerda que a tu padrino lo mataron esos “pinches” yankees. ¡No permitas que la suerte se te corra de las manos hijo!-. Chinto y yo no dejábamos de tiritar de frío cuando de pronto la embarcación cedió de bambolearse y mientras bajábamos como podíamos –como perros chapoteando en el agua- dos hombres altos; blancos como las tortillas después de inflarse en el comal pero amarillos como el pelo del elote, gritaban a cuanto “desgraciao” salía mojado de las orillas del Bravo: -¡Move it! ¡Move it meqsicanos!-. Nos apilaban dentro de unas viejas carretas de cedro que fueron jaladas por dos bestias una vez que estuvieron llenas. Éstas hacían un gran esfuerzo por ponerse en marcha y no ser azotadas. Las panzas de toda la paisanada que iba apretujada no dejaban de gruñir. Parecían el rumor de la gente en la plaza de un pueblo, un domingo después de misa. Caballos en la espesura de la maleza se oían seguirnos. Nuestra caravana era en su mayoría de piojosos, de sus ahora dueños los güeritos y de esos sus achichicles, los negros, que eran más tratados como animales por los primeros que como personas. Mientras tomábamos la vereda más angosta, un rayo de sol se colaba entre los tablones del nuevo mugrero en el que nos habían trepado. De pronto, súbitamente, un grupo de hombres venidos de una tierra más atrabancada, más correosa; hechos como las aves, de plumas y como los bueyes, de pieles de distintos tonos, le cerró el paso a toda la comitiva. Sus rostros detrás de franjas de pigmentos, se oscurecían como nuestra piel. Dichos hombres de cabellos largos con una mirada enjutada, enardecida por los soles que los habían ennegrecido, con armas humeantes nos bajaron a toditoshasta una loma. Sin chistar mucho juntaron a los güeros y les hicieron un boquete con sus armas a todos en la cabeza, de los cuales salieron sus ideas que lucían rojas. La sangre que corría entre nosotros olía a miedo. En su caudal vi sufrimiento, vi guerras, vi avaricia. Era sangre como la de todos, pero esta olía a pestilencia, a odio, a humillación. Era la sangre con la que cobraban la muerte de todos esos, sus hermanos, los que fueron sacrificados en las llanuras para que cruzaran las luces de esos grandes siglos XVIII y XIX; las del tren. Las de las ideas teñidas de rojo. Las de la razón. Sangre que olía a un dolor recién comenzado en aquellos tiempos. No escrito a través de palabras, pero sí grabado en la miseria de toda nuestra raza en los tiempos que le siguieron a ese amanecer de 1856. 

*Estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades UAEM.

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