sábado, 29 de marzo de 2014

Vagón

Irais Leyra
Sábado, 29 de marzo de 2014

Jugábamos a que éramos pasajeros de un tren elegante y que viajábamos por todo el mundo, la cabina era un viejo ropero que alguien abandonó en el patio. La hermana mayor de una de nosotras nos cuidaba ocasionalmente. Era taciturna, yo le tenía una especial devoción. Ella siempre jugaba a ser pasajera con las otras niñas, pero no les agradaba estar a solas con ella. Yo tenía curiosidad. Una tarde me eligió a mí, me sentó frente a ella y acarició mi rostro, sonreí y luego pasó sus dedos sobre mis labios. De pronto se desabotonó la blusa, no tenía sostén y sus senos se asomaban, sentí que me ruboricé y dejé de sonreír. Tomó mi mano y la posó sobre uno de ellos, luego llevó sus dedos a mi entrepierna y presionó, fue doloroso. Comenzó a llorar y mientras seguía presionándome decía entre sollozos que Dios nos odiaba y nos había confinado con ese abismo que da hacia el infierno donde se anidaba el diablo. Nunca olvidaré sus palabras “El Creador le dio a los hombres la forma de entrar a ese abismo para atestar de inmundicia y para llenarnos de vergüenza y suciedad. Somos la tentación del diablo, el castigo de Dios, y todo está aquí, aquí.” Yo estaba aterrada, jamás me había percatado de esa escisión en mi entrepierna, ahora entiendo las palabras de mi madre “No te toques ahí que es cosa del diablo”. Salí del ropero y corrí hacia mi casa, lloré de rabia y odié a Dios, lo primero que vi al entrar fue el cesto de costura de mi madre. Mordí mi labio y me sentí decidida, tenía que poner fin a ese peligro, no podía permitir que algún hombre averiguara lo que tenía ahí. Tomé una aguja y la miré, eso no podía ser suficiente, veía la facilidad con que mi madre deshacía una costura. Había una veladora en la mesilla y concluí que esa sería la mejor solución. La encendí, me senté con las piernas abiertas frente a un espejo y por primera vez conocí ese lugar que siempre me habían prohibido observar. Miré durante un rato. Cerré los ojos y acerqué la llama, el ardor era infinito, pero debía soportarlo, comenzó a brotar un olor desagradable. El dolor crecía igual que mi desprecio por Dios y los hombres. Los gritos se escaparon y mi madre llegó. Aterrada por lo que veía se apresuró a quitarme la vela, me cargó y de inmediato me llevó a un hospital. No había nada que hacer más que esperar a que sanara, eso le dijeron a mi madre. Yo sonreí a pesar del dolor, había logrado desafiar a Dios y le había ganado.

Estudiante de Letras Hispánicas de la Facultad de Humanidades, UAEM.
irasleyra@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario