domingo, 30 de junio de 2013

Últimas divagaciones del migrante del american dream

Óscar Prado*
Sábado, 6 de abril de 2013

¿Cómo poder escapar al poder de estos hombres que parecerían haber salido de los árboles y de la tierra? Hombres que parecían alados por su velocidad, montados en sus corceles color miel. Estos seres cuasimágicos, con sus rostros pintados para la guerra y su piel cobriza como la nuestra, nos obligaron a hincarnos sobre la tierra. Nos amarraron a sus caballos cual si fuéramos unos becerros cualesquiera. Nos estaban asegurando, cuando de pronto se escuchó un tronido que dejó su eco regado en las cumbres: ¡Son los pinches gringos! ¡Se van a agarrar a balazos estos pinches pelados! ¡A jijo, gringos y apaches! gritaron algunos de la paisanada amarrada que se zangoloteaba. Quería zafarme, escapar y al mismo tiempo buscaba a Chinto desde mi propio apresamiento. ¡Pinche piojoso mundo, ahora sí nos van a llenar de agujeros! gritó Jacinto con su voz de escuincle “hulemiados” desde su propio lazo. Eso éramos en el fondo muchos de nosotros, los harapientos. Que para estas, ya estábamos bien metidos en un hoyo profundo y negro, esta escabrosa guerra. Con varias escopetas, pronto los blancos emboscaron y mataron a muchos de los comanches. Revestidos de una dignidad en el hueco de su muerte roja, los indios muertos hicieron que la pradera se llenara de espíritus que bailaban alrededor de los caballos, de los gringos y de nosotros. Las almas de estos hombres clamaban y llenaron de espanto nuestro corazón. El dolor parecía exhalar de las mismos orillas del río, de la misma tierra que triste lloraba la pérdida de sus seres míticos, del fin de su propia génesis. Asimismo, los blancos hicieron prisioneros a cuanto infeliz desamarraron de los caballos con todo y sus tripas vacías, haciéndonos descender un peldaño más. Uno más abajo hacia la tumba que la guerra había destinado para nuestro desdichado fin. Si bien nosotros, ansiábamos la vida. Si bien el objetivo de este viaje era ganar y ganar “verdes”, para acumularlos, para tener que ofrecer a nuestras familias. Para ofrecer algo a nuestra futura mujer. Entonces se me llenaban las ideas con una sola pregunta sin respuesta ¿por qué Dios parecía no recorrer estos solitarios parajes llenos de calamidad? Esa esperanza, el genuino apuro de sobrevivir para poder retornar a aquel camino curvo y a esa loma llena de polvaredas. El camino a casa estaba truncado por el odio de un puñado de hombres. Sin mediar palabra los blancos, que más bien eran mercenarios pagados por los propios rancheros acaudalados para robar ganado del lado mexicano y sembrar el terror, ataron al que estaba más asustado a uno de sus caballos y éste, tratando de seguirle el paso al caballo, terminó siendo arrastrado de forma atroz hasta llenarnos la mirada de muerte. Continuaron con otros que tuvieron incluso menos suerte. Al cabo de un rato estos se reían y nos pusieron a cavar las tumbas de los caídos y también las de nosotros. Y aunque esta historia termina con lo inevitable de nuestra muerte. Con lo que la miseria de nuestras vidas había trazado para nosotros desde que no hubo nada en esa tierra de la que nosotros nacimos, de la que nosotros terminamos huyendo para así, huir de nuestra propia hambre. Lo que para nosotros siguió fue el final de ese hueco en la panza, que es también el final de todos esos hombres y mujeres que no tuvieron la dicha de volver con los suyos. La otra historia que no está en estas líneas, que no se puede escribir. El dolor que queda después de este silencio infinito.

*Estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades UAEM.
huapangomurga@hotmail.com

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