viernes, 6 de abril de 2012

Violencia


Sábado, 17 de marzo de 2012
Davo Valdés de la Campa*

El día 28 de este mes se cumple un año del trágico caso de los jóvenes asesinados en el fraccionamiento Las Brisas en el municipio de Temixco. Pasaron 365 días y no ha ocurrido nada remotamente parecido a la justicia.
Aquella fecha significó para los morelenses la puesta en evidencia –notoria y dolorosa- de que la violencia había echado raíz en nuestro estado y que por vez primera (al menos ante los medios) la guerra contra el narco comenzaba a tener daños colaterales en la sociedad civil. Tantos días y tan pocos resultados –al menos por parte de las autoridades- porque diariamente siguen muriendo personas de formas que uno pensaría la humanidad había olvidado hace mucho tiempo; porque el gobierno no puede garantizar la seguridad, o sea la vida de los activistas y los periodistas que buscan la verdad y la justicia; porque los secretarios de la administración panista continúan pidiendo disculpas y escupiendo discursos absurdos que intentan justificar su falta de humanidad y cerebro. La violencia se ha convertido en una constante, pero es una mentira decir que “sólo se matan entre ellos”, ya dejamos atrás esa “ley criminal” y nos encontramos ahora ante una desbandada de delincuencia, extorsión, secuestro, robo, descuartizamientos en todas las esferas sociales. El poder del narcotráfico es inmenso, sólo hay que ver lo sucedido en Jalisco la semana pasada: en menos de dos horas las células delictivas paralizaron la ciudad. En algunas zonas del país el Ejército ya no tiene jurisdicción ni alcance. En otros simplemente ya no queda nadie. Nos despertamos todos los días con la incertidumbre y el horror. ¿Quién habrá de levantarnos y desaparecernos? ¿Los sicarios como a Juanelo o los mismos agentes del orden como a Jethro y Alan?
Hace un año el silencio de uno de los poetas más importantes de nuestro país desató a lo largo y ancho del territorio un grito nacional de “¡No más sangre!”; una fuerza movida por el dolor se desplegó hacia las plazas y los caminos y una esperanza surgió de pronto. Esperanza de que la justicia por fin cobrara las facturas por los desaparecidos o mejor aún que ellos regresaran sanos y salvos a casa. Las familias asoladas por la guerra de Felipe Calderón y los cárteles de la droga se unían bajo una misma bandera, marchaban hacia los pueblos en donde la violencia había cobrado más fuerza. Como alguna vez lo hiciera el EZLN, los miembros de la Caravana por la Paz se acercaban a escuchar los testimonios de todos los que habían sido silenciados por las balas u olvidados por el sistema.
Paso todos los días frente al palacio de gobierno en Cuernavaca y veo la ofrenda por todas las víctimas, mientras siga ahí los muertos sabrán que los estamos honrando, buscando darles paz por fin, pero también sentiré vergüenza porque cuando pudimos detener la matazón, preferimos esperar adentro de nuestras casas que esa noche la balacera no nos alcanzara a nosotros.
Tantos días y tanta desolación. El Movimiento por la Paz y la Justicia, a pesar de sus tropiezos políticos se ha mantenido en pie de lucha intentando que tanta indiferencia se convierta en acción y solidaridad. ¿Por qué tenemos que esperar a que la Muerte llegue por nuestra familia o a nuestra colonia para exigir un verdadero alto a la guerra?

* Estudiante de letras de la Facultad de Humanidades

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