domingo, 5 de enero de 2014

Vacío

Irais Leyra*
Sábado, 7 de diciembre de 2013 

Recostada en una camilla observo el consultorio. A mi lado hay un monitor. En ese instante entra un hombre de rostro rígido, sabe que estoy ahí pero no me mira. Se sienta a mi lado, me descubre el vientre y pone un gel frío, entonces desliza el aparato y en el monitor aparece una mancha. Él la mira, imprime la imagen y me cubre. Paso a otra habitación. Me pinchan, hay sangre, hacen preguntas. Tiemblo y tengo náuseas. Una mujer arma un archivo y alcanzo a mirar la foto que el hombre imprimió - ¿Puedo verla? -le pregunto con voz suave. Ella voltea - ¿Para qué? -responde de manera cortante mientras continúa trabajando. Siento un golpe en el pecho, no respondo, me siento inmunda. Pide que firme algo mientras me dirige un discurso que ignoro. Estoy enfadada, quiero llorar. Luego dicta las instrucciones y me entrega una caja inofensiva, un artilugio que me ha sentenciado. 
Salgo del lugar, me siento nauseabunda. En la puerta hay gente que grita y llora. Me acosan con carteles crueles, bultos destrozados, sangre, bebés bellos y un cristo que me observa con ojos inquisidores. Me siento culpable, bajo la mirada y escapo. El camino de regreso es largo. Al fin llego, entro directo al baño y me ducho, las lágrimas abandonan mis ojos y se confunden con el agua. 
Me recuesto desnuda y húmeda, acaricio mi vientre y pido perdón. Con una presión en el pecho saco la caja y la observo; suspiro, introduzco las pastillas a mi boca y las dejo reposar bajo la lengua. Es la primera dosis. Aprieto los labios y cierro los ojos, me concentro para no ahogarme, dos muertes son demasiado. Abrazo mis rodillas y lloro, río, río y lloro al mismo tiempo, e imagino lo patética que debe ser la escena. Siento la fragilidad del espacio, el silencio, la quietud; el ambiente sabe lo que estoy haciendo, me acecha y castiga, me castigo yo. Perturbada siento el primer espasmo, mucho dolor, los músculos se contraen. Hay una revolución en mis entrañas. De pronto, la calma. Respiro, es hora de la siguiente dosis. Repito el ritual. El dolor es más intenso, el sudor me invade. Tengo el impulso de pujar, lucho contra él. Me retracto pero ya es tarde, mi corazón se agita y un gemido apenas perceptible sale de mi boca. Pujo y hay una sensación de vacío y pérdida. Me inundo en un manantial púrpura que nace entre mis piernas. No quiero mirar, sé que está ahí, abandonado, tirado. Cierro las piernas, cierro los ojos, cierro la mente. Siento una tranquilidad terriblemente sublime. 

*Estudiante de Letras Hispánicas de la Facultad de Humanidades, UAEM. 
irasleyra@gmail.com

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