Carla Martínez*
No habían revisado la cisterna de mi casa por lo menos en seis
meses y cuando se detectó la fuga fue cuando nos enteramos. Saber que me había
bañado por meses con agua con eses de gato me ponía la piel chinita. Durante un
tiempo no pude dormir bien, estaba ansioso, escuchar maullidos en la calle me
ponía a temblar y me arrancaba mechones de cabello. La gente comenzó a
preguntarme por qué me desvelaba tanto. Poco a poco empecé a tener la
sensación de tener pelos en mi cuerpo, el mal dormir se convirtió en insomnio.
Mi día se volvió un martirio. La gente se alejaba en los camiones, en el
trabajo se portaban amables pero algo había cambiado, pensé que me habían
descubierto. El olor a eses de gato estaba en mi nariz a cada instante, me rociaba
perfumes para que desapareciera. Me bañaba tres veces al día. Después de dos
meses me mudé de casa. Los compañeros del trabajo se fueron distanciando poco a
poco, mi jefe me dijo que me adelantaría las vacaciones. Durante éstas
mejoré: ya no me limpiaba a cada rato, el olor de mi nariz comenzó a
desaparecer, lo único que permanecía era que ver gatos o escucharlos me ponía
nervioso. Mi semana de vacaciones terminó. Volví a casa. En mi trabajo comencé
a ser el de antes.
Una mañana, iba rumbo a la casa de mi hermana, era mi trigésimo
segundo cumpleaños y lo celebraríamos en su casa. Al llegar encontré a toda mi
familia y algunos amigos. Estaba muy contento. Habían preparado mi comida
preferida, fue una estupenda reunión. La hora de los regalos llegó, me dieron
corbatas, libros, tazas grabadas con frases de mi poeta preferido,
recopilaciones de músicos de rock, una agenda y en una caja mi sobrino me
regaló lo impensable: un gato gris de ojos amarillos. La fiesta concluyó y mi
hermana me dijo que después de tantas copas me quedara en su casa por esa
noche. Mi sobrino insistió en que durmiera en su habitación juntos, nos
llevábamos muy bien. Me solicitó que el gato se dormiría en el cuarto. Acepté
creyendo que lo había superado. Era media noche y yo no podía dormir, como a la
una de la mañana el sueño y las copas me cerraron los ojos. No obstante, como a
las cuatro una mirada intensa estaba fija sobre mí. No lo soporté más, le clavé
las uñas en esa mirada y se los saqué. Cuando reaccioné no era un maullido lo
que escuchaba, era el grito de horror de mi hermana al ver a su hijo
ensangrentado mientras el gato dormía en su caja de cartón.
*Estudiante
de Antropología Social de la UAEM
Carlamartigon@gmail.com
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