sábado, 5 de julio de 2014

El nombre de las cosas

Miguel Ángel Romero Méndez*

Milos era un escritor perdido en el mar de los escritores. No podría decirse que fuera mediocre, aunque tampoco destacaba por algo. Ese era su pecado. Decidido a cambiar su situación, ideó un proyecto que le permitiera salir de la medianía. La idea le surgió cuando el azar o la Fortuna pusieron en su camino un libro que contenía un breve tratado sobre la cábala judía. Allí leyó que todo lo creado y todo lo hablado procede de un nombre, que las letras del alfabeto poseen un orden secreto, mágico; que el orden de una secuencia de palabras es capaz de determinar el ser de las cosas y que todos poseemos un nombre secreto. Si una vez un hombre intentó reescribir el Quijote, el fue más ambicioso: intentaría escribir a alguien. No escribirle a alguien. No escribir algo para que alguien lo leyera. No, el pretendía escribir a alguien. Del mismo modo que se le retrata o se le pinta. Pretendía dejar cada rasgo de esa persona a la que escribiera estuviera presente en cada letra y en cada signo. Una palabra representaría el gesto que hace cuando no le gusta algo; una coma, el tono de su voz cuando tiene miedo. Y lo mismo con cada característica de la persona. Pasaron los años y las cosas no avanzaban. La escritura siempre le parecía demasiado superficial, demasiado rebuscada, poco afín a la verdadera naturaleza de quien pretendía escribir. Cada día que pasaba, detestaba más esa idea pero al mismo tiempo se obsesionaba más con ella. Todos coinciden en que el proyecto no fue sino una cadena de errores. Erró al plantear algo de esas dimensiones. Erró al medir sus facultades. Pero sobre todo, erró al elegir como modelo a esa mujer que lo había cautivado. Desesperado, se alejó del mundo y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su casa, repitiendo letanías, con la esperanza de poder cambiar algo dentro de sí (también lo había leído en el tratado sobre la cábala), para poder terminar lo que había empezado. Nadie sabrá jamás si esas letanías lo afectaron; lo cierto es que nunca volvió a ser el mismo. Ya casi no se reía, ni comía, ni hablaba con las personas y cuando lo hacía, hablaba de sí mismo en tercera persona, convencido de que él era otra cosa. Una noche despertó gritando: ¡Oh, tú, ataviada con suave terciopelo! ¿Estás aquí? Milos nunca volvió de aquella noche.
*Estudiante de Filosofía de la Facultad de Humanidades UAEM

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