domingo, 11 de diciembre de 2011

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Sábado, 26 de noviembre de 2011

Me gusta que la avenida esté llena de obras porque siento que estoy en el fin del mundo y que justamente por eso, por primera vez, la ciudad está viva. La calle invadida por máquinas, tractores, trabajadores que día y noche pican piedras y aplanan el pavimento. La gente está despierta en una lucha diaria. Me regocijo cuando los veo intentando cruzar las avenidas derruidas para tomar su ruta y que ésta los deje porque los choferes sólo están atentos al tiempo que han quemado para checar en la base, se van rápido esquivando a otros automóviles e ignorando a los policías que en los camellones se comen el polvo que levantan las llantas al rasgar el suelo. El sonido del claxon se concentra en los cruceros como una sinfonía que define a nuestra época: los coros son el “chinga tu padre pinche perro” que los automovilistas intercambian sardónicamente en los semáforos mientras su ventana está arriba y los protege del mundo exterior. 

Me gusta ver a los comerciantes afuera de sus negocios invitando a la gente a pasar por una calle llena de baches y cemente fresco (no faltan los jóvenes que dejan su huella de converse impregnada en el piso o el clásico “Puto el que lo lea” dibujado por un dedo puberto) para comprar y recordarnos que ellos siguen ahí a pesar de todo. De pronto, todos los negocios tienen descuentos y el comprador que llega es tratado como un gran amigo que merece la atención de los fenicios. El comprador a su vez se convierte en un aventurero que debe escalar montañas de grava, tener cuidado de las varillas sueltas que son como trampas mortales, debe sobre todas las cosas estar atento de no caer en una zanja cerca de las banquetas. Cuando llega a la tienda la recompensa es mayor y uno siente que ha logrado algo sustancial y trascendental para su existencia. 

Me gusta ver a las personas solidarias e intrépidas improvisar cruceros y paradas. Los jóvenes ayudan a las personas mayores a cruzar la calle. Son ellos o nosotros: coches contra peatones. El tráfico es mayor pero permite conocer a los habitantes de Jiutepec, estar detenido por tanto tiempo nos brinda la oportunidad de realizar ejercicios de contemplación o de meditación. Cómo no recordar “Autopista del sur” de Cortázar y mirar al individuo del coche contiguo como un compañero de viaje, alguien que entiende lo que es llegar tarde al trabajo y perder una hora en una fila interminable de coches que quieren regresar a su casa. Me gusta que de pronto una obra como la pavimentación de una avenida se convierta en símbolo de despertar. Porque sólo entonces nos damos cuenta que existen árboles en medio de las calles y que hacen falta más; que los negocios necesitan mejorar su trato y sus precios; que los automóviles son demasiados y que quizá poner concreto más resistente no sea la solución porque el tráfico es insoportable con tantas rutas invadiendo todos los carriles. Y sobre todo que no nos gusta que el gobierno se burle de nosotros. 

*Estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Humanidades 
davotanko@hotmail.com

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