domingo, 2 de septiembre de 2012

Divagaciones del migrante del American Dream

Óscar Prado*
Sábado, 1 de septiembre de 2012

Poco se sabía de la existencia de esos montes de éstas nuestras tierras, de esa nuestra propia historia convertida en una larga vereda; verdad que era impresionante poder observar de frente tanta estrella reluciente. A un lado, en su propio animal, iba bien sentado el “Chinto”, del otro lado al mío, la oscuridad. Los dos caminábamos en las orillas del río Bravo, que parecían las orillas del mundo. Los largos afluentes eran iluminados por la vasta luna que nos embebía a los dos de penetrante noche, de negruzcos arbustos. Lugares profundamente apartados de Dios. 
Sabíamos que teníamos que embarcar en los aguaceros del río allá por Matamoros. A duras penas íbamos a llegar al amanecer, siendo así lo que éramos, apenas unos niños, unos mocosos jugando a ser grandes, a vencer al mundo… un mundo de inciertos, de caminos cenagosos. Pero ahí estábamos viendo como la noche nos aspiraba y nosotros ascendíamos en el sueño insolente, cargados por los pasos de las grandes bestias, de nuestros cuerpos olvidados, de nuestras insólitas sombras proyectadas por esa luna grande y regordeta. Por ese sueño, de dos; dos sombras que en realidad eso era lo que éramos en ese amanecer de 1856. Cuando plagados de todas nuestras pertenencias que eran un par de huaraches, un sombrero y nuestra panza con hambre, nos encaminamos dejando allá en la loma de todos esos despeñaderos llenos de nopales, cacatúas y zopilotes. Ésos nuestros lugares del olvidado. Pronto ganaremos dinero. Construiremos un tramo del ferrocarril, pero también construiremos parte de nosotros. Del que va pal otro lado, del que va soñando “verdes” por dentro. 
Cuando por fin llegamos al fuerte una cuadrilla de mexicanos se esparcían como manchones sobre los esteros del río. Cuatro hombres desamarraban un mugrero de embarcación. En la cual nos montamos, como quince perdidos en la orilla de aquella parte del mundo, lejos de la mirada del de arriba, colmada de buenos para miserables como éramos todos los desdichados que íbamos ahí y que como pertenencia cargábamos con nuestra miseria y tripas, por cierto con un hueco de hambre y de frío. Conforme se adentraba en lo abismal de ésta, nuestra historia, de esta nuestra hambre, también se adentraba la inmensidad de las aguas que recordaban el amanecer. Ese que se había trazado para concedernos una nueva oportunidad de inventar el mundo. Ese mundo que poco a poco se asomaba a la otra orilla del mundo. En esas tierras de indios, cazadores de brujas. De gusanos de acero on the raíls que cruzaban grandes llanuras y planicies, atestados por esa raza blanca usurpadora del ánimo, de la fuerza, y en ocasiones de la vida, como lo que pasó con el padrastro de “Chinto”, que lo aventaron al río pa´ que se ahogara como perro, y ni como eso, ya que los perros no se mueren nadando. Se había muerto como cualquiera de nosotros lo hubiera hecho si hubiéramos estado allí. 

*Estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades UAEM.

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