sábado, 17 de diciembre de 2011

Hasta el final

Everardo (el Perro) Martínez*
Sábado, 17 de diciembre de 2011

Cubría mis oídos insistentemente, puse mi cara entre mis piernas, solo veía las luces que se apoderaban de la noche, los estallidos atravesaban los sentidos, me conducían ciegamente por el camino de la desesperación, me cubría de los estallidos atrás de ese bendito muro, un muro que sería mi salvador, levanté la cara y traté de mirar a través de esa ventana, esa pobre ventana roída.. Todo se observaba sombrío, sucio, destruido, las lágrimas corrieron estrepitosamente por mis mejillas, como escapando de la maldita realidad. Sabía que esta sería la última mirada de mi entorno, lo presentía, sabía que toda esta destrucción determinaría la belleza de la ciudad, una belleza sucia, bizarra, insipiente. Me levanté cautelosamente, mientras mis piernas seguían temblando y mi corazón palpitaba de dolor, tenía miedo de salir, mi cuerpo temblaba y las lagrimas bailaban el compas del dolor, mis pasos parecían muy lentos, muy pausados, mi sudor resbalaba lentamente por todas las partes de mi cuerpo, eso era lo que yo sentía. Quizás debió de haber ocurrido porque había perdido la noción tiempo y espacio, no sabía dónde estaba, no encontraba ningún rasgo conocido, mis ojos deambulaban con torpeza entre toda esta ruina, mis pies tropezaron sordamente con un cuerpo mutilado, lleve mis manos a mi cara, corrí sin saber qué dirección tomar, caí y ahí estaba una mano, una mano cercenada. Traté de levantarme, caí suavemente entre tres cuerpos ensangrentados, uno apretó mi pierna, yo grité asustado, lo pateé, corrí. Quería salir, quería encontrar ese bello lugar que muchas veces me relataron, caí de rodillas en medio de unos cuantos edificios destruidos, lloraba con una rabia y un sentimiento inimaginables. Miré al cielo, le pedí a Dios que se manifestara, le grité que se manifestara, que lo necesitaba, la lluvia comenzó a caer, lavé mis lagrimas, quería ponerme de pie, observé una luz que se dirigía hacia mí con una velocidad y una hermosura impresionantes, cerré los ojos para poder sentir el milagro, el calor que producía esa luz me fue invadiendo, un sólo estallido calló mis gritos y secó mis lagrimas... mi cuerpo fue invadido por el milagro de la destrucción.

*Estudiante de Antropología de la Facultad de Humanidades UAEM

Comido por el tiempo

Citlali Rossalí Salazar García*
Sábado, 10 de diciembre de 2011

Por extrañas razones en la familia tenemos una copia del Plan de Ayala, y lo mejor, es que está firmado por Mateo Zapata en memoria de su padre, Emiliano Zapata. 
Una tarde, haciendo una tarea de historia, me puse a revisar cuidadosamente el susodicho plan, noté que tenía acuerdos muy interesantes. Estaba a punto de cerrarlo, cuando llegué a la sección de firmas, supuse que había personajes importantes que avalaban este documento; así pues me detuve a ver los nombres y el nombre de un coronel me llamó la atención en especial y al verlo dije: -mira papá hay un coronel que se llama como tú: Pedro Salazar. Mi padre se me quedó viendo y sólo asentó a decir un “sí pues”. Sin embargo desde ese instante su comportamiento comenzó a cambiar. Nunca me pregunté si el Plan tenía algo que ver con su comportamiento, con una temporalidad que rebasaba mi lógica o la “realidad” que hasta entonces conocía. 
El caso es que una noche mi padre despertó sobresaltado, como de una pesadilla, mencionando a gritos “la tropa o el ejército libertador” y a la mañana siguiente me dijo cómo el general Zapata lo había llamado en sueños, yo sólo me burlaba de él y le decía “son sólo sueños papá, ya no pienses en eso”. La situación se volvió preocupante cuando una semana después había tenido otro sueño con visiones de guerra, y así se repetía constantemente hasta el punto del insomnio y visiones aún estando despierto. La última noche recuerdo que aún le dijimos:”trata de dormir, mañana te llevaremos con un psicólogo”. 
Sin embargo al despuntar el día y apagarse las últimas estrellas, me asomé a su cama de donde había desaparecido misteriosamente, al acercarme al cobertor que lo cubría, encontré un trozo del Plan donde había una nota que decía: Cumplo el llamado de mi General, Atte.: General Pedro Salazar… En ese instante la cabeza me dio vueltas, la mente se me turbó. Efectivamente mi padre (o debo decir) ¿el coronel? Había sido comido por el tiempo, y el Plan había desaparecido… 

*Estudiante de Letras de la Facultad de Humanidades UAEM.

domingo, 11 de diciembre de 2011

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Sábado, 26 de noviembre de 2011

Me gusta que la avenida esté llena de obras porque siento que estoy en el fin del mundo y que justamente por eso, por primera vez, la ciudad está viva. La calle invadida por máquinas, tractores, trabajadores que día y noche pican piedras y aplanan el pavimento. La gente está despierta en una lucha diaria. Me regocijo cuando los veo intentando cruzar las avenidas derruidas para tomar su ruta y que ésta los deje porque los choferes sólo están atentos al tiempo que han quemado para checar en la base, se van rápido esquivando a otros automóviles e ignorando a los policías que en los camellones se comen el polvo que levantan las llantas al rasgar el suelo. El sonido del claxon se concentra en los cruceros como una sinfonía que define a nuestra época: los coros son el “chinga tu padre pinche perro” que los automovilistas intercambian sardónicamente en los semáforos mientras su ventana está arriba y los protege del mundo exterior. 

Me gusta ver a los comerciantes afuera de sus negocios invitando a la gente a pasar por una calle llena de baches y cemente fresco (no faltan los jóvenes que dejan su huella de converse impregnada en el piso o el clásico “Puto el que lo lea” dibujado por un dedo puberto) para comprar y recordarnos que ellos siguen ahí a pesar de todo. De pronto, todos los negocios tienen descuentos y el comprador que llega es tratado como un gran amigo que merece la atención de los fenicios. El comprador a su vez se convierte en un aventurero que debe escalar montañas de grava, tener cuidado de las varillas sueltas que son como trampas mortales, debe sobre todas las cosas estar atento de no caer en una zanja cerca de las banquetas. Cuando llega a la tienda la recompensa es mayor y uno siente que ha logrado algo sustancial y trascendental para su existencia. 

Me gusta ver a las personas solidarias e intrépidas improvisar cruceros y paradas. Los jóvenes ayudan a las personas mayores a cruzar la calle. Son ellos o nosotros: coches contra peatones. El tráfico es mayor pero permite conocer a los habitantes de Jiutepec, estar detenido por tanto tiempo nos brinda la oportunidad de realizar ejercicios de contemplación o de meditación. Cómo no recordar “Autopista del sur” de Cortázar y mirar al individuo del coche contiguo como un compañero de viaje, alguien que entiende lo que es llegar tarde al trabajo y perder una hora en una fila interminable de coches que quieren regresar a su casa. Me gusta que de pronto una obra como la pavimentación de una avenida se convierta en símbolo de despertar. Porque sólo entonces nos damos cuenta que existen árboles en medio de las calles y que hacen falta más; que los negocios necesitan mejorar su trato y sus precios; que los automóviles son demasiados y que quizá poner concreto más resistente no sea la solución porque el tráfico es insoportable con tantas rutas invadiendo todos los carriles. Y sobre todo que no nos gusta que el gobierno se burle de nosotros. 

*Estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Humanidades 
davotanko@hotmail.com